Sólo los gobernantes del pasado fueron corruptos
Fuente: Proceso
Por Juan Pablo Proal
No es que el presidente Enrique Peña Nieto se equivoque del todo al circunscribir la corrupción a un “tema cultural”, lo increíble de la afirmación es que la emita quien llegó al poder mediante esa vía.
Cada sexenio, el ocupante en turno de la silla presidencial intenta legitimarse pronunciando discursos contra la corrupción, que -sostienen- es una práctica ajena a ellos:
“Hemos combatido la corrupción en el ámbito de la administración pública pese al escándalo o las suspicacias políticas. La corrupción no es exclusiva de la administración pública. No hay prevaricador sin cómplice, ni costumbre sin tradición. El mal que padecemos, tal vez desde hace siglos, es causa y consecuencia de nuestro atraso, pero si todos nos empeñamos, no es irremediable”, José López Portillo, segundo informe de gobierno.
“Elemento esencial de su reforma ha sido demostrar, a lo largo del año que el Estado tiene la capacidad de hacer valer, en los hechos, el derecho; que no existen individuos o grupos que puedan estar por encima de la ley. La impunidad genera corrupción y prepotencia y va en contra de intereses de la sociedad. Hoy el Estado asegura con firmeza la plena vigencia de la ley, de las normas jurídicas que rigen nuestra convivencia. Vela fundamentalmente por el interés de los mexicanos”: Carlos Salinas de Gortari, primer informe de gobierno.
“Sé que la sociedad está lastimada por el drama de la corrupción, no aceptaré que mi gobierno se rinda a sustentaciones, todo acto que se presume irregular es debidamente investigado y se actúa con rigor por la vía de la legalidad. Así lo hemos hecho y así lo seguiremos haciendo. Para avanzar en ese compromiso, el combate a la corrupción dejó de ser materia de una secretaría para convertirse en una política de toda la administración”, Vicente Fox, primer informe de gobierno.
El actuar de estos expresidentes demostró que hablaban desde la simulación y la demagogia. Además de incluir a su familia en la nómina presidencial, José López Portillo amasó en su sexenio una fortuna que podría alcanzar los tres mil millones de dólares (The Washington Post, 15 de mayo de 1984).
Raúl Salinas de Gortari fue acusado por la PGR de desviar 224 millones de pesos en 12 cuentas bancarias, así como poseer 41 inmuebles en 24 entidades del país, aunque finalmente fue exonerado por un juez federal.
Y Manuel Bribiesca, hijo de Marta Sahagún, es investigado por el actual gobierno por ser parte del fraude de Oceanografía, que sólo en el periodo 2010-2012, a partir de la asignación de cinco contratos, fue favorecida por Pemex con ingresos brutos por 3 mil 250 millones 455 mil 303 pesos.
Y estos son sólo unos brevísimos botones de la corrupción que desfiló impune durante los sexenios de los citados mandatarios.
El mes pasado, durante el programa “Diálogos a fondo”, organizado por el Fondo de Cultura Económica con motivo del 80 aniversario de su fundación, Peña Nieto abordó nuevamente la corrupción, con una retórica que se mimetiza a la de sus antecesores:
“El tema de la corrupción lamentablemente es un cáncer social que no es un tema exclusivo de México, un tema casi humano, que ha estado en la historia de la humanidad y que en México se han hecho esfuerzos porque tengamos instituciones que combatan la corrupción y que además aseguren mayor transparencia”.
Peña Nieto, el mismo que como candidato gastó 4 mil 599 millones 947 mil 834 pesos, trece veces más del tope de campaña de acuerdo con la Comisión de Investigación del caso Monex de la Cámara de Diputados, repite el diagnóstico: La corrupción me es ajena, pero la combatiré.
Stephen D. Morris, director de Estudios Internacionales y profesor adjunto de ciencias políticas de la Universidad de South Alabama, publicó en 1992 uno de los estudios más completos sobre este fenómeno en nuestro país: “Corrupción y política en el México Contemporáneo”. En 2010, Siglo XXI reeditó el trabajo, que dedica un capítulo especial a analizar cómo el discurso del supuesto combate a la corrupción es, en realidad, una prolongación de su práctica:
“El uso de la corrupción para disociar a la nueva administración de su predecesora mediante el ataque a la corrupción del régimen anterior ha sido con frecuencia una destacada táctica política (…) Normalmente la campaña subraya la idea de que las ‘manzanas podridas’ del periodo anterior han sido eliminadas y que, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, la actual administración pretende seriamente (por fin) poner en práctica reformas muy necesarias, incluyendo al erradicación de la corrupción”.
Ahonda: “El gobierno, así, da la impresión de estar promoviendo el cambio mientras lo está socavando. En otras palabras, se da el lujo de no cambiar nada mientras da la solemne impresión de estar promoviendo el cambio”.
López Portillo combatió ciertos abusos en las extintas Conasupo, Secretaría de la Reforma Agraria y Secretaría de Relaciones Hidráulicas, mientras su sexenio se caracterizó por el nepotismo.
De la Madrid llamó a una “nueva revolución moral”, combatió al exdirector de Pemex Jorge Díaz Serrano y al exjefe de la policía de la ciudad de México, Arturo Durazo, cercanísimo a su antecesor, mientras en su sexenio se mantuvo una desaseada investigación sobre el homicidio de Manuel Buendía, se desató una crisis bursátil por actividades especulativas previas a las devaluaciones y movimientos ilegales concernientes a la privatización de empresas públicas.
Peña Nieto quiere imprimir su propia etiqueta: esta misma semana envió a la Cámara de Diputados el proyecto de ley para crear la Fiscalía General de la República, que integrará una Fiscalía Especializada en Materia de Combate a la Corrupción.
En este contexto, las supuestas campañas contra la corrupción más bien son el rótulo con el que se persigue a los enemigos del régimen que releva al anterior. Ninguna otra lógica explicaría por qué la exdirigente magisterial Elba Esther Gordillo fue encarcelada por corrupción mientras Carlos Romero Deschamps permanece en libertad.
Son tan bastos y cotidianos los casos de corrupción de la clase política que, de alguna manera, la ciudadanía la ve como algo desasociado a ella. La perversión está afuera, en la cúpula, parece ser el entendido común: Sí, podemos de vez en cuando dar un soborno para agilizar un trámite, pero no es nada comparado con lo que pasa allá arriba.
El escritor y diplomático italiano Carlo Dossi sostenía que “en todos los hombres está presente la corrupción: sólo es una cuestión de cantidades”. Y no estaba equivocado. La teología cristiana refiere que el pecado –un símil de la corrupción- es inherente al ser humano.
La enfermedad, los microbios, lo putrefacto son parte de la condición humana, como la virtud, la verdad y la salud. El ying y yang, la dualidad del universo, para ponerlo en lenguaje new age.
El sociólogo de la Universidad de Salamanca Fernando Gil Villa lo expone con claridad en su ensayo Discursos sobre corrupción en México:
“Es necesario, primero, que el ‘enfermo’ de corrupción, es decir, el ciudadano normal y corriente, admita su enfermedad, real o potencial, en vez de alejarla de sí y verla solamente en el terreno de los otros, sobre todo de los políticos”.
Tanto los hombres como los gobiernos constituidos por ellos son imperfectos, siempre susceptibles de corromperse. En su clásica obra El contrato social, Jean-Jacques Rousseau lo sintetiza:
“El cuerpo político, igual que el cuerpo del hombre, comienza a morir desde su nacimiento y lleva en sí mismo las causas de su destrucción. Pero tanto uno como otro pueden tener una constitución más o menos robusta y apta para conservarlo más o menos a tiempo. La constitución del hombre es obra de la naturaleza, la del Estado es obra del arte. No depende de los hombres prolongar su vida, depende de ellos prolongar la del Estado tan lejos cuanto sea posible, dándole la mejor constitución que pueda tener”.
Para que el combate a la corrupción deje de ser un engaño, los gobernantes mexicanos deben comenzar por admitir que ellos mismos la han practicado, que es parte de sus códigos, de sus alianzas. Los ciudadanos, en contraparte, debemos reconocer nuestras degeneraciones cotidianas; dejar de observar a la clase política como un ente ajeno y verlo como lo que es: una extensión y reflejo de la sociedad.
La única manera de que la corrupción pierda fuerza es reconociéndola como parte de nosotros. No huyendo de ella ni viéndola desde la periferia. Todo monstruo pierde su toque de horror frente a la luz.