La estrategia insostenible: Crecer sin los de abajo
Fuente: Nexos.
Mario Arriagada Cuadriello
1 de junio de 2014
Vivimos en uno de los países más desiguales del continente más desigual del mundo y en un momento histórico particularmente desigual. También vivimos en uno de los países cuya economía crece más lento en una región donde varios países han crecido con relativa rapidez. La combinación de mucha desigualdad con poco crecimiento económico nos coloca en una situación tremendamente complicada. La sistematización de nueva evidencia económica ha ido construyendo un consenso académico que va dejando claro que el modelo de crecimiento económico clásico no sólo no soluciona la desigualdad, sino que incluso puede empeorarla. También hay cada vez más estudios fundados que muestran que la desigualdad también puede, a su vez, tener efectos negativos sobre el crecimiento económico. El desamparo se ahonda mientras la distancia económica crece. Aquí una reflexión general sobre las lecciones derivadas de las discusiones recientes acerca de la desigualdad de ingreso y el crecimiento económico. Ahora que hemos vuelto a entrar a un momento de recesión, ignorar estas lecciones sería un error.
La relación entre crecimiento económico y desigualdad tiene por lo menos dos grandes caras. La primera pregunta es si el crecimiento económico puede resolver el problema de la desigualdad. La segunda es si la desigualdad afecta al crecimiento económico. Bajo cierta luz, las dos preguntas parecerían espejo una de la otra; sin embargo, son preguntas muy distintas y, en sus respuestas, a veces contradictorias.
La primera pregunta es aquella que ha capturado un gran público a partir de la publicación del último libro de Thomas Piketty.1 Con datos históricos que se remontan a siglos atrás y en una veintena de países —sin tener que entrar a los detalles—2 la lección general que se va asentando entre las muchas voces es que la desigualdad no va a desaparecer por sí sola.3Dejando de lado los probados efectos redistributivos que han tenido las grandes revoluciones, las guerras civiles o las guerras mundiales, la desigualdad se combate mejor, en cambio, con intervenciones fiscales enérgicas, achicando los supersalarios de los más ricos, mejorando los salarios de los de abajo, sosteniendo programas redistributivos más eficientes y poniendo límites a la riqueza hereditaria que perpetúa el monopolio de las oportunidades para los de más arriba.
En México no hemos discutido a fondo y mucho menos optado por ninguna de estas estrategias a cabalidad. La desigualdad no se ha combatido así. Durante décadas hemos creído que, por un efecto que solía representarse como una suerte de goteo paulatino previsto por el economista Simón Kuznets en los años 1960, el crecimiento económico iba —en algún momento de su avance paulatino— a repartir sus beneficios de forma más equitativa. Eso no ha ocurrido así, ni siquiera en los países más desarrollados, no por sí solo. Durante las últimas décadas, en México, los de más arriba se han quedado (se han seguido quedando) con la mayor parte de los beneficios del lento crecimiento y la lenta mejoría en la productividad.
Mientras tanto, ninguna fuerza política impulsó con suficiencia alguna de aquellas medidas del control de la desigualdad que otros países sí echaron a andar. No tenemos intervenciones fiscales enérgicas y suficientemente redistributivas; no tenemos impuestos a la herencia; apenas hemos instaurado impuestos a las ganancias de capital y dividendos que aún son bajos en términos comparativos internacionales;4 no tenemos un gasto público que en su conjunto tenga efectos claramente redistributivos; no tenemos servicios públicos de buena calidad que compitan con los privados y que no abandonen los más pudientes; no hemos construido un mejor Estado de bienestar que asegure una base mínima para todos: más bien hemos tenido avances tímidos ensombrecidos por un abandono notable de las viejas instituciones públicas dedicadas a proveer bienestar social universal.
Aunque aún menos articulada y menos sustanciada que la discusión anterior, la segunda pregunta también da motivos para el desamparo. Un creciente cuerpo de literatura ha ido mostrando que la desigualdad económica puede, en ciertas situaciones, ser un freno para el crecimiento económico. El argumento todavía está en disputa, aún no tiene un momento de quiebre paradigmático, en términos de Thomas Kuhn, como el que está solidificando el libro de Piketty; sin embargo, también conviene detenerse un poco más en esta segunda pregunta, pues es igual o más importante que la primera para entender cómo lidiar mejor con la situación en la que nos encontramos.
Hace ya casi 15 años, el economista R.J. Barro señaló, mediante un estudio cuantitativo de largo plazo, que para que los países pudieran derrotar la pobreza endémica de manera sustantiva la clave era lograr crecimiento rápido durante periodos largos.5 El crecimiento ya no era suficiente, debía ser sostenido. Dos años después, Banerjee y Duflo encontraron una relación complicada entre crecimiento y desigualdad: al parecer, alterar la distribución existente del ingreso (sea en una dirección o en la otra) puede tener efectos negativos en el corto-mediano plazo para el crecimiento. Pero la historia no termina ahí. En 2011 los economistas Andrew Berg y Jonathan Ostry publicaron, para el Fondo Monetario Internacional, un estudio comparativo que muestra que los países pueden crecer siendo desiguales durante algunos años (el caso de Brasil, Camerún y Jordania son indicativos de esto); sin embargo, no logran sostener las tasas de crecimiento en el largo plazo (generalmente no pasan de los cinco años sin tener periodos de estancamiento o recesión). Es decir, puede ser que los países desiguales crezcan sin atender el problema de la desigualdad, pero, si crecen, suelen crecer a tumbos.6
Al parecer, como dice la vieja frase, llegar un año a la cima del crecimiento potencial es mucho más fácil que llegar y mantenerse ahí, eso es lo realmente difícil y crucial. Berg y Ostry consideraron el peso de varios factores en la falta de crecimiento sostenido. En el proceso encontraron que la inversión extranjera directa o el control de la deuda no son factores tan importantes como se piensa. En cambio, tener instituciones democráticas saludables es mucho más importante. Sin embargo, los factores que realmente ubican como cruciales son dos: apertura comercial y, sobre todo, buena distribución del ingreso.
En México ya hay apertura comercial, pero tenemos una pésima distribución del ingreso. Según estos economistas, al menos en términos de correlación: “una reducción del 10% en la desigualdad… aumenta la extensión del periodo de crecimiento esperado en un 50%”. Los puntos se han ido conectando poco a poco: para derrotar la pobreza hay que crecer de forma rápida y sostenida, para crecer de forma sostenida hay que disminuir la desigualdad. Aun cuando la redistribución pueda tener efectos negativos en el crecimiento del mediano plazo (como dicen Banerjee y Duflo), la alternativa de no combatir la profundización de la desigualdad también las tiene. En cualquiera de los casos esta evidencia indica que el crecimiento sostenido en el largo plazo y la subsecuente reducción de la pobreza parecen estar atadas al combate a la desigualdad.
A partir de la crisis estadunidense comenzada en 2008, otra serie de nuevos estudios también han hecho hincapié en el rol de la desigualdad en momentos de quiebre del crecimiento económico. Uno de ellos fue publicado hace poco por Jared Bernstein. Su texto se suma a una serie de estudios que, junto a Kumhof y Rancière, argumentan que la desigualdad en Estados Unidos estuvo muy conectada con el sobreendeudamiento de la población no rica (que trató de alcanzar a los de arriba y produjo burbujas insostenibles en los mercados de ciertos bienes como los inmobiliarios) y con la subsecuente inestabilidad financiera que produjo. Ambas son cosas que suelen poner fin a los ciclos virtuosos de crecimiento.7Aunque Bernstein cuestiona algunos de los argumentos generales expuestos más arriba, también concluye que “sin importar su impacto sobre el crecimiento, el impacto de la desigualdad en los ingresos, la pobreza, las oportunidades y la movilidad social, demanda respuestas de políticas públicas. Noten, por ejemplo, la relación que existe entre desigualdad y peores resultados educativos”.8
Por último, el economista James. K. Galbraith (hijo de John K.) ha dicho, a diferencia de lo expuesto por Piketty, que el origen de la desigualdad estadunidense no ha sido necesariamente el enquistamiento del capital en la “hereditocracias” de las que habla Piketty; más bien ha sido producto de la posesión de acciones de los de arriba, los bajos salarios de los más desfavorecidos y la especulación en las bolsas de valores.9 Pero dejando de lado su diagnóstico sobre el origen de la desigualdad, en un libro publicado en 2012 argumentó ampliamente defendiendo una aseveración interesante: que más igualdad y más crecimiento no están peleados. Su evidencia la encuentra en los países escandinavos donde, explica, las tasas de empleo (la mejor solución a desigualdad y pobreza) han aumentado mientras que las diferencias salariales se han comprimido.10 Las reflexiones específicas a partir de las experiencias recientes del vecino del norte son también fuentes valiosas de reflexión para poner las barbas a remojar.
Un argumento más es que la desigualdad es fuente de inestabilidad política y de ineficiencia de las instituciones democráticas. Los estudios que apuntan en esta dirección suelen ir por dos vías. La primera línea argumentativa es la que subraya el descontento social que genera la desigualdad. La segunda es la que relaciona desigualdad con una captura oligárquica de las instituciones democráticas.
Sobre el primer punto, uno de los estudios clásicos es el de Alberto Alesina y Roberto Perotti. Con una muestra de 70 países para el periodo de 1960-1985, los autores concluyen que “la desigualdad en el ingreso produce inestabilidad sociopolítica que a su vez produce un encogimiento de la inversión”.11 Por lo tanto, recomiendan que cualquier estrategia de crecimiento debe sopesar los pros y contras (y los cómos) de cómo combatir la desigualdad (y la inestabilidad que produce) si no quiere malas sorpresas que tiren sus demás esfuerzos por la borda. Otros estudios de economía política han apuntado en direcciones similares. Sin embargo, los argumentos más novedosos no han estado en este frente, sino en el segundo dilema.
Este segundo grupo de estudios se han enfocado en la relación entre desigualdad económica, desigualdad política y desarrollo. Daron Acemoglu y James Robinson han sugerido que aunque la sobrevivencia o profundización de la democracia podría sugerir una tendencia a aumentar la redistribución y disminuir la desigualdad, las elites económicas, en contextos democráticos, pierden incentivos para tomar medidas represivas, pero ganan incentivos para capturar la democracia con instituciones de facto (como el cabildeo, la corrupción y la presión extralegal). Así las instituciones pueden ser democráticas, pero la legislación y las políticas públicas, a su vez, no entregan resultados cercanos a los intereses redistributivos de las mayorías.12
El estudio empírico reciente de Martin Gilens le ha puesto prueba empírica a esta línea de argumentación. Su estudio, enfocado en Estados Unidos, utiliza una base de datos con mil 779 asuntos de política pública. El resultado de su análisis multivarial “indica que las elites económicas y los grupos organizados que representan los intereses de las compañías tienen un impacto sustancial en las políticas del gobierno estadunidense, mientras que los ciudadanos promedio y los grupos de interés que representan intereses mayoritarios tienen poca o ninguna influencia”.13 Su estudio ha generado ya un pequeño escándalo, aun antes de su publicación, pues el profesor de Princeton parece mostrar que las preferencias de la mayoría de los estadunidenses están subrepresentadas y que lo que debería ser una democracia se acerca más a ser el disfraz de un régimen oligárquico. Estos estudios añaden una dimensión preocupante a los efectos de la desigualdad: cuando es persistente y amplia, uno de sus resultados es que los de arriba capturan el proceso político haciendo aún más difícil, en términos prácticos, que el Estado haga lo necesario y entregue los resultados que la combatan con eficiencia. La desigualdad económica produce desigualdad política que impide decisiones redistributivas eficientes. Es una suerte de círculo vicioso, de trampa política de la desigualdad. De ahí que los propios Robinson y Acemoglu, en otros estudios polémicos, hayan argumentado que la captura elitista de las instituciones estatales para convertirlas en “instituciones extractivas” son el peor enemigo del desarrollo. El éxito de los países para prosperar, argumentan, depende en buena medida de que sus instituciones sean inclusivas.14
A pesar de que este libro de difusión ha enfrentado grandes críticas por su falta de prueba sistemática y la sobra de información anecdótica, también se ha resaltado el fondo intuitivo que está detrás del argumento y que ha ido encontrando pruebas en otros estudios: el argumento que se remonta a la obra clásica de Joseph Schumpeter es que el problema para el crecimiento, como lo pone William Easterly, es el siguiente: “el crecimiento sostenido requiere de una ‘destrucción creativa’ cuando las viejas tecnologías sustituyen a las nuevas […] los miembros de una elite extractiva no permitirán que la destrucción creativa elimine a sus propias empresas; el potencial de las tecnologías existentes podrá ser explotado completamente, pero la innovación no se desarrolla y el crecimiento no se puede sostener”.15
La preocupación de que las instituciones políticas mexicanas sean capturadas por el dinero y la influencia de nuestras elites es un tema cada vez más discutido. El tema se agrava si consideramos que el país es particularmente desigual y vulnerable: tiene elites desproporcionadamente poderosas, un pacto fiscal que produce poca recaudación y que, a su vez, dificulta la formación de un Estado redistributivo. Uno que regule mejor los mercados para premiar la innovación y que tenga suficiente autonomía institucional frente a los poderes de facto para tomar decisiones eficientes y agregando mejor las preferencias mayoritarias. El argumento, aunque no es nuevo y hacen falta estudios sistemáticos al respecto, ha ido encontrando sustancia en estudios empíricos de otros países.
Por último, hay otra hipótesis interesante para el caso mexicano. Es una hipótesis referente a la desigualdad y al consumo interno. La teoría dice que los ricos ahorran más y gastan menos que los no tan ricos y los pobres (en términos proporcionales claro está). Por lo tanto, mientras más ingreso se acumule arriba, menos dinero habrá circulando vía gasto y consumo en el mercado interno. Así la desigualdad podría estar encorsetando al mercado interno y, en consecuencia, al crecimiento potencial de la economía en general. Aunque el crecimiento del crédito al consumo ha sustituido el bajo poder adquisitivo de las personas (vía tarjetas de crédito, etcétera), el tamaño de este efecto y su relevancia para el caso mexicano puede ser tan importante que amerita mejor sustancia empírica. Para conocer varios argumentos de por qué es necesario enfocarnos en temas de mercado interno como éstos, y así empujar el crecimiento económico en general, el libro Algunas tesis equivocadas sobre el estancamiento económico de México (Colmex 2014), de Jaime Ros, contiene guías valiosas para el análisis.
Pero volvamos a las preguntas iniciales. ¿El crecimiento nos va a solucionar la desigualdad? La respuesta que se ha asentado como la mejor de todas es que no. No podemos esperar que eso sea así. Como ha dicho Gerardo Esquivel et al., “el crecimiento es (realmente) bueno para los (realmente) ricos”. Ahora, ¿se puede crecer sin combatir la desigualdad? La respuesta aún parece ser compleja, pero en los últimos tiempos la evidencia y los argumentos se han ido acumulando rápidamente para dar una respuesta negativa. Sin embargo, el cambio paradigmático en la comunidad académica aún está por venir.
De cualquier forma, las razones para combatir la desigualdad que no están directamente relacionadas con el crecimiento inmediato parecen bastante buenas en sí mismas. Primero, porque crecer no es suficiente, hay que crecer de forma sostenida. Segundo, porque crear empleos no tiene que —necesariamente— crear más desigualdad y crearlos para más personas mientras se emparejan los salarios es una gran manera —quizás la mejor— de combatir la pobreza a la vez que la desigualdad. Tercero, porque hay que evitar los momentos de inestabilidad económica y los de riesgo político. Y cuarto, porque la potencial captura institucional que produce la desigualdad puede generar ineficiencias económicas. En todos estos casos la desigualdad parece ser un factor nocivo clave. Ya ni hablar de sus efectos en la pobreza transgeneracional, el descontento social, la falta de movilidad o los efectos que tiene en las oportunidades disponibles para las personas. Crecer sin emparejar a los de abajo ha sido una estrategia repetida que se ha mostrado insuficiente. Ahora que el país vuelve a crecer poco y mal es tiempo de reflexionar que si errar es malo, no corregir es peor.
Mario Arriagada Cuadriello
Internacionalista por El Colegio de México y politólogo por la London School of Economics.
1 Capital in the Twenty-First Century, Harvard University Press, 2014.
2 Véase el texto de Esteban Illades en este mismo número.
3 Para un argumento similar, pero sustanciado de otra manera, véase el gran estudio global producido por Gerado Esquivel, Raymundo
M. Vázquez y Emmanuel Chávez: “Growth is (really) good for the (really) rich”, documentos de trabajo-IX CEE, El Colegio de México, diciembre 2013. El estudio prueba que a partir del crecimiento económico la distribución del ingreso del percentil superior crece más que la del ingreso promedio.
4 Víctor Hugo Vázquez Cortés, “Tan sólo el comienzo: impuesto a las acciones y dividendos en México”, 15 de septiembre, 2013 http:// www.paradigmas.mx/tan-solo-el-comienzo-impuesto-a-las-acciones-y- dividendos-en-mexico/
5 R. J. Barro, 2000, “Inequality and Growth in a Panel of Countries”, Journal of Economic Growth, vol. 5, núm. 1, pp. 5-32.
6 Andrew Berg y Jonathan Ostry, “Inequality and Unsustainable Growth: Two Sides of the Same Coin?”, IMF Research Department, abril 8, 2011.http://www.imf.org/external/pubs/ft/sdn/2011/sdn1108.pdf
7 Ver Michael Kumhof y Romain Rancière, “Leveraging Inequality”, FINANCE & DEVELOPMENT, diciembre, 2010, vol. 47, núm. 4
8 Jared Bernstein, “The Impact of Inequality on Growth”, Center for American Progress, diciembre, 2013.
9 “Kapital for the Twenty-First Century”, Dissent Magazine, primavera 2014.
10 James K. Galbraith, Inequality and Instability: A Study of the World Economy Just Before the Great Crisis, Oxford University Press, 2012.
11 Alberto Alesina y Roberto Perotti, “Income distribution, political instability, and investment”, 1996, European Economic Review, 40(6): 1203-1228.http://dash.harvard.edu/bitstream/handle/1/4553018/ alesina_incomedistribution.pdf?sequence=2
12 Daron Acemoglu y James Robinson, “Persistence of Power, Elites, and Institutions”,American Economic Review, 2008, 98:1: 267-293. http:// economics.mit.edu/files/4481 Véase también Daron Acemoglu, Suresh Naidu, Pascual Restrepo, James A. Robinson, “Democracy, Redistribution and Inequality”, 2013, NBER Working Paper, núm. 19746. http://www. nber.org/papers/w19746
13 Martin Gilens y Benjamin I. Page, “Testing Theories of American Politics: Elites, Interest Groups, and Average Citizens”, en prensa (apareceráen el número de otoño 2014 dePerspectives on Politics). https:// www.princeton.edu/~mgilens/Gilens%20homepage%20materials/ Gilens%20and%20Page/Gilens%20and%20Page%202014-Testing%20 Theories%203-7-14.pdf
14 Daron Acemoglu y James A. Robinson, Why Nations Fail, Crown, 2012.
15 William Easterley, “The roots of hardship”, Wall Street Journal, 24 de marzo de 2012.